La primera, acabar con los privilegios de un grupo de trabajadores públicos que se creen con el derecho de paralizar la ciudad porque les bajan un 2,5% del sueldo, en un país con más de 4,5 millones de parados.
La segunda, transformar un monopolio público en un servicio gestionado por empresas privadas que pueda modernizarse y actuar con más eficacia. En un entorno competitivo, cualquier empresa sabe que no puede bajar los brazos.
La tercera, evitar la sensación de 'intocables' de unos señores que dicen en público que "ni Franco se había atrevido a tocar nuestro convenio".
La cuarta, ajustarlo a otros servicios esenciales que prestan entidades privadas, como es la electricidad, el transporte aéreo o la Sanidad en comunidades como Madrid o Andalucía.
La quinta, evitar que otros colectivos de empleados públicos tomen ejemplo de unos trabajadores que no cumplen los servicios mínimos cuando hay huelga.
La sexta, apartar a los políticos de la gestión directa de los servicios. La delegación en empresas privadas aleja la tentación de que metan la mano en la caja.
La séptima, porque no estoy dispuesto a que unos señores que cobran de los impuestos que pagamos entre todos me dejen tirado en Madrid por sus reivindicaciones económicas.
EN LA IMAGEN: Así estaba el miércoles el Cercanías en Atocha por culpa de la huelga de Metro.
